Ayer os propusimos la lectura de un
artículo en el que MICHÈLE PETIT abordaba PARA QUÉ SIRVE LA LECTURA HOY EN DÍA.
Pocas horas después ANTONIO MUÑOZ MOLINA, en el discurso pronunciado al recoger el Premio Príncipe de Asturias de las
Letras 2013, nos ha hablado de PARA QUÉ SIRVE ESCRIBIR HOY EN DÍA. El oficio de escritor, un oficio como cualquier otro,
pero además, en los tiempos en los que vivimos, útil.
Nos os lo perdáis. Os dejamos este enlace.
FUENTE VÍDEO: RTVE.ES
Los que querías paladear cada una de sus palabras, releerlas, pararos y volver atrás cuantas veces os apetezca...y encontrar todas las verdades que atesora podéis leerlo a continuación:
Los que querías paladear cada una de sus palabras, releerlas, pararos y volver atrás cuantas veces os apetezca...y encontrar todas las verdades que atesora podéis leerlo a continuación:
"Escribir empieza siendo casi siempre un sueño o un capricho o una
vocación imaginaria. Pero el sueño, el deseo, el capricho, no llegan a cuajar
en nada si no se convierte en un oficio. Un oficio, cualquier oficio, requiere
una inclinación poderosa y un largo aprendizaje. Un oficio es una tarea que
unas veces resulta agotadora o tediosa por la paciencia y el esfuerzo sostenido
que exige, pero que también depara, cuando las cosas salen bien, momentos de
plenitud, y permite entonces la recompensa de un descanso que es más placentero
porque se siente bien ganado, al menos hasta cierto punto. Digo hasta cierto
punto porque todo el que se dedica plenamente a un oficio sabe que siempre hay
una distancia grande entre las mejores posibilidades de un proyecto y su realización,
igual que hay descubrimientos con los que no se contaba. Un oficio es una tarea
práctica: uno hace algo que le gusta y que a costa de aprendizaje y empeño ha
logrado hacer con cierta garantía de solvencia, pero no lo hace para sí mismo,
por mucho que esa tarea la haga a solas y que en el simple hecho de llevarla a
cabo haya una satisfacción privada. El resultado que se obtiene de ella alcanza
una existencia objetiva, independiente de quien la realizó, y pasa a integrarse
beneficiosamente en las vidas de sus destinatarios: un instrumento musical o
una partitura, una herramienta, una mesa, una historia, un cuaderno, un cuadro,
un cuenco de barro, una fotografía, un hallazgo científico, un paso de danza,
la cura de una enfermedad, un prodigio deportivo, un plato bien cocinado, una
pirámide de alcachofas en el escaparate de una frutería.
Hay algunas singularidades en el oficio de escribir, como las hay en
cualquier otro. La primera es que la necesidad humana que satisface es una de las
más intangibles, aunque también una de las más universales: la de saber
historias y la de contarlas, es decir, dar una forma inteligible al mundo
mendiante las palabras. Una historia, de ficción o no, propone un modelo
universal de un cierto campo de la experiencia a partir de la observación de
los datos particulares de la vida. Del mismo modo actúa el científico,
elaborando modelos teóricos derivados de la observación y la experimentación,
que sirvan, doblemente, para explicar y predecir. En las sociedades primitivas
o antiguas el mito es el modelo de explicación y predicción de los
comportamientos humanos. Nuestra variedad moderna del mito es la ficción, en
todas sus variedades, desde las más banales, más toscas, más comerciales y
efímeras, hasta las más hondas y exigentes, desde la telenovela y el videojuego
a Don Quijote o Moby-Dick o a un cuento de mi querida Alice Munro.
Nos dedicamos, pues, a un oficio más antiguo y más útil de lo que
parece. También a un oficio mucho más incierto. Porque en él, y esta es su
segunda singularidad, la experiencia no ofrece ninguna garantía, y puede haber
una divergencia escandalosa entre el mérito y el reconocimiento.
Quien escribe sabe que ha de dedicar a su oficio tantas horas y
tantos años como un artesano al suyo, y que sin esa dedicación no logrará
completar nada de valor. Pero también sabe que la entrega, por sí misma, no
garantiza la calidad del resultado, porque la experiencia y la dedicación
pueden conducirlo al amaneramiento anquilosado y a la parodia de sí mismo. Y
también sabe que lo mejor unas veces es reconocido de inmediato y otras veces
es ignorado, y que lo que parecía mejor a veces se desmorona al cabo de muy
poco tiempo, y que una extraña justicia tardía alumbra mucho tiempo después,
sin compensación posible, al talento verdadero que no brilló en vida.
El desaliento ante las
incertidumbres del oficio se acentúa más en tiempos de incertidumbres tan
amargas como estos. Es difícil hablar de la perseverancia y el gusto del
trabajo en un país en el que tantos millones de personas carecen
angustiosamente de él. Es casi frívolo divagar sobre la falta de
correspondencia entre el mérito y el éxito en literatura en un mundo donde los
que trabajan ven menguados sus salarios mientras los más pudientes aumentan obscenamente
sus beneficios, en un país asolado por una crisis cuyos responsables quedan
impunes mientras sus víctimas no reciben justicia, donde la rectitud y la tarea
bien hecha tantas veces cuentan menos que la trampa o la conexión clientelar;
un país donde las formas más contemporáneas de demagogia han reverdecido el
antiguo desprecio por el trabajo intelectual y conocimiento.
Aun así, y dejando las responsabilidades de la ciudadanía en el
lugar que les corresponde, el único remedio aceptable que conozco contra el
desaliento del oficio es el oficio mismo. Escribir poniendo artesanalmente en
cada palabra los cinco sentidos. Escribir sin concederse la menor indulgencia.
Escribir aceptando y disfrutando la soledad y agradeciendo el entramado de
otros oficios fundamentales que lo convierten en uno de los oficios menos
solitarios y más colectivos del mundo, como es solitario y colectivo el del
músico y el del científico; agradeciendo el oficio del editor, del corrector de
pruebas, del traductor, del librero, del crítico, el de otros escritores de los
que uno aprende admirándolos, el oficio del que enseña a leer y del que
trasmite en un aula el amor por la literatura; agradeciendo el oficio más
placentero de todos, que es el del lector. Escribir con el miedo a no tener
lectores y con el miedo a perderlos, sobreponiéndose lo mismo a los elogios que
a las heridas. Escribir porque a pesar de todas las negaciones y las
imposibilidades la escritura, como cualquier oficio, es sobre todo un acto de
afirmación. Escribir porque sí.
En 1981 se entregaron por primera vez estos premios y vuestra alteza
presidió en ellos su primer acto público. Aún se vivía entonces bajo el trauma
sombrío y reciente de una tentativa de golpe de estado. En su discurso de
agradecimiento, el poeta José Hierro aludió con alegría y alivio, pero también
con plena conciencia del peligro, al “aire de libertad que respiramos”. Ese
aire, a pesar de todos los pesares, lo seguimos respirando 32 años después, que
constituyen el período más largo de libertad que se ha conocido en la historia
entera de nuestro país. Es importante recordar estas cosas ahora, cuando el
porvenir parece en muchas cosas tan incierto como entonces. En este tiempo se
ha hecho adulta la generación entera que nacía por entonces, que es la de mis
hijos. Sus vidas son ya más difíciles de lo que imaginábamos hace sólo unos
años, pero es importante recordar que también aquellos tiempos de 1981 nos
parecían amenazadores cuando nosotros los vivíamos. Y sin embargo no hemos
dejado de respirar el aire de libertad que celebraba José Hierro. Sin esa
respiración no habría sido posible la generación literaria a la que yo
pertenezco. Incluso nos hemos acostumbrado tanto a ella que corremos el peligro
de no saber ya apreciarla. Es nuestra responsabilidad salvar lo que ganamos
gracias a que muchas personas hicieron y hacen bien sus oficios, privados y
públicos; y también reflexionar con urgencia sobre todos los errores, todas las
inercias y descuidos que necesitamos corregir. En esa tarea los oficios de las
palabras podrán ser más útiles que nunca."
Antonio Muñoz Molina
0 comentarios:
Publicar un comentario